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Juana Molina se ríe y dice que el rótulo de curadora de “Nuevos Aires Folk 07” le “da un poco de impresión”. “Para ser curador tenés que saber mucho, y yo no sé nada. Ni siquiera sé un poco: no sé un pito”, remarca. Pero, de todos modos, se comprende que la cantante haya sido quien dijo sí o no a las propuestas de los organizadores del ciclo. Por una parte, por el prestigio internacional que cosechó con sus tres últimos discos (elogios en el New York Times y The Wire, invitación a una gira de David Byrne), y por otra, por su relación con los nombres clave de una escena, la del nuevo folk: la Argentina ya giró con José González, y grabó con Vetiver y Devendra Banhart. “El ciclo fue armándose de a poco, medio de casualidad, y me agarraron distraída”, insiste Molina, para desligarse de ese rol asignado en las gacetillas. Pero concede que dos de los artistas que participarán fueron “descubrimientos” suyos: Chitrili y Loli Molina. “Ella es muy chiquita, de hecho va a ser su primer show. Sólo escuché dos canciones y me pareció que estaban muy bien. Y Chitrili me dio un disco en un show: cuando lo puse, paré la oreja, porque tenía una musicalidad, que es lo único que pretendo en un mundo tan chato. Pero no sé qué va a pasar en vivo. Esas cosas son riesgosas...”
–Bueno, vos sabés de eso: dejaste una carrera exitosa como actriz para dedicarte sólo a la música. Y la gente no entendía nada.
–Es cierto. Por suerte, mi gran inseguridad fue acompañada de una inconciencia tremenda. La gente recibía más mi inseguridad, porque el rock es una cuestión de actitud: te la creés y ya tenés el 50 por ciento del show adentro. Yo no me la creía nada, entonces tenía el 50 por ciento del show afuera (risas). Eso, más los errores por los nervios, ¡no quedaba nada! Pero algunos supieron ver a través de lo poco que quedaba que había una intención musical.
–Con esa inseguridad y los errores, ¿qué te empujó a seguir?
–Es que ya había “perdido” casi diez años haciendo algo que me había desviado de mi meta original, que era la música. No tenía mucho tiempo que perder. Y había decidido, de antemano, que si era necesario iba a morir con las botas puestas. Además lo tenía a Federico, mi marido, que fue el único que me dio seguridad de entrada. Estaba embarazada y le tocaba algunas canciones, y él me decía: “Tenés que dedicarte a esto ya”. Claro, a él se las cantaba con tranquilidad, sin presiones. El me daba un poco de contención, esa palabra tan horrible, porque confiaba y me aseguraba que el problema no era yo, sino los otros que no entendían. Después, cuando me enteré de que mi primer disco estaba sonando en Los Angeles, pensé: “Hay un lugar en el mundo donde ponen mi música; vamos para allá”.
–Justo te fuiste a la Costa Oeste, el mismo lugar del que salieron Vetiver y Devendra Banhart. ¿Casualidad?
–No tengo comentarios para eso, ni idea.
–Pero, ¿existe un nuevo folk, freak folk o algo de eso?
–El tema de los rótulos me enferma, sobre todo cuando la música no tiene nada que ver con el folk. Creo que se llama folk a todo aquello que está hecho con instrumentos acústicos. En este ciclo, me parece que la música de José, la de Vetiver y la mía no tienen ni un punto en común.
–Desde hace tiempo trabajás sola, incluso loopeando tus sonidos sobre el escenario, y dijiste que te costaría volver a trabajar con otros. Sin embargo, vas a hacer un disco con Vetiver.
–Me cuesta, ¿eh? Muchísimo. Dije que sí porque tengo buena onda con ellos y porque es un proyecto del sello, que se hizo medio improvisado el año pasado, pero ahora apareció el compromiso de terminar lo que empezamos. No sé qué quedará de lo que grabamos en Los Angeles, porque para mí las cosas tienen que encenderse solas. No me gusta tener que darles de comer, quiero que sea natural el hecho de ir a trabajar en ellas porque te dan alegría. Mi manera de trabajar es ésa: empiezo a escuchar lo que tengo y de repente me copo con algo, y es como una madeja que va creciendo.
–¿De dónde salen tus canciones? Porque casi no tienen estructura...
–Cada vez menos, sí. En realidad, cuando empecé a componer lo hacía así, pero había un “ente regulador” que decía que las canciones tienen que tener una forma. Entonces insertaba pedazos, que pasaban a ser parte b o estribillos. Creo que debe ser porque de algún lado debo haber recibido un gen hindú. No en cuanto a la armonía, pero sí en eso de fluir sobre lo mismo. Me imagino que es como una pradera en la que uno da brincos, aparece un árbol u otra cosa, pero el piso es siempre el mismo. Eso es lo que yo veo cuando lo hago.
–Algún gen hindú, puede ser. ¿Y alguno japonés?
–Sí. Tengo un amigo que decía que yo hacía candombe japonés. Y desde mucho antes de que saliera Rara. Igual, en ese disco no era yo. Es como un intento, como un demo, por más que se suene todo. Pero se suena todo de una manera que me era ajena. Y fue culpa mía, porque todavía no sabía cómo era yo, entonces deposité todo en Santaolalla.
–¿Ahora lo sabés?
–Y, sé más. Sobre todo, sé lo que no quiero. Cuando tengo que elegir lo que sí quiero, se me complica, pero lo que no quiero lo tengo clarísimo. Hacer un disco con Santaolalla ahora sería totalmente diferente.
–¿Podrías?
–No sé. Si él puede...
–Pero, ¿vos saldrías del estudio que tenés en tu casa para grabar?
–Ni en pedo. Es que por ahí estoy tomando un té, se me ocurre algo y voy corriendo a grabarlo. ¿Cómo hacés eso en un estudio? La concepción del trabajo es otra. Rara se grabó en dos semanas, Segundo y Tres cosas llevaron dos años cada uno. Son fue más rápido, porque tenía cosas grabadas de antes, y además cada vez que llegaba de gira volvía a casa con unos bríos enormes y me ponía a grabar enseguida. Segundo y Tres cosas son discos más melancólicos, de pantuflas; Son tiene más bríos, precisamente.
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