Su traumática infancia. El bullying en la escuela. Su precaria salud. La redención a través del rock y el por qué de su nombre. La idolatría en Argentina y los 20 años sin hablar con el guitarrista Johnny Ramone. Jeffrey Ross Hyman, conocido como Joey Ramone, nació el 19 de mayo de 1951 en el seno de una familia judía de Forest Hills, Queens, Nueva York, hace hoy 73 años. Un dato que pocos conocen, es que al nacer, tenía un teratoma adosado a la columna vertebral, por unfeto de un gemelo que no había terminado de desarrollarse. Se lo removieron con una cirugía. Pero nunca dejó de tener problemas físicos y psicológicos por aquel tumor extraño. Los seguidores de Ramones -banda pionera de punk rock que Joey integró entre 1974 y 1996 Jeffrey era un muchacho introvertido y solitario, de 1 metro 98, flaco y desgarbado, ojos miopes saltones, anteojos de muchísimas dioptrías y dentadura asimétrica. La futura estrella estudió en el Forest Hills High School, donde sufria bullying. Sus padres se
Ninguno cumplió aún los veinte años y, aunque viven en Rosario, sus ciudades natales se desparraman por la Argentina. A lo mejor por eso Bubis Vayins se obsesionó con lo popular, lo mitológico, lo religioso y lo pagano de nuestro país para escribir las canciones de Las Presencias, un disco dividido en dos mitades que habla tanto de los humedales como de los fantasmas del pasado: canciones sobre la soledad y sobre este tiempo tan extraño.
“Quedar catalogados en una variante del rock nos aterroriza un poco”, dice Maru, nombre con el que firma la guitarrista y cantante de la banda, que contesta el teléfono desde su casa familiar en Bariloche, la ciudad donde nació. Igual que en esa foto misteriosa y oscura pero coloreada en tonos pasteles que los chicos eligieron como portada de su disco, las canciones de Bubis Vayins son un remix de sonidos inquietantes y rabiosos pero que rozan también un extraño optimismo soleado. Aunque su influencia primigenia haya sido originalmente el post punk, con sus bajos profundos, su estética dark y sus sintetizadores imaginativos, en su música hay un mix de complicidad naif con voces principales diáfanas y festivas. Por supuesto que se reconoce en ellos la impronta del hazlo tu mismo y un anclaje en el indie argentino platense de principio de siglo, pero mucho menos enamorado de su sonido lo-fi. Y ahora, además, insólitamente los chicos parecen estar explorando un apoyo en bases sintéticas mucho más relacionadas a lo que se conoce como música urbana que a la tradición del rock. “Si bien nuestra formación es más vinculada al rock de guitarra, bajo, batería, sintetizador, los sonidos urbanos nos atraviesan mucho generacionalmente, sería difícil que no nos tocaran, que no nos generaran nada. También escuchamos un montón de esa música y en el último disco se nota un poco más esa influencia, quizás en las bases y baterías medio trap. Supongo que es una mezcla natural de los sonidos que nos han construído”, explica Maru y agrega: “Nos encantan un montón de bandas que abrazaron el sonido lo-fi pero la verdad no queremos ser una banda de lo-fi”.
Durante los últimos meses del 2020, y a cargo de BPM, el joven sello bonaerense fundado por Alejandro Schuster —el frente de la banda Viva Elástico— Bubis Vayins lanzó la segunda mitad de Las Presencias. La primera, ya había visto la luz en julio, durante la primera oleada de la pandemia. No es ni un LP contundente como en la tradición rockera, ni singles demasiado efímeros y fugaces como los de los jóvenes traperos, Las Presencias es un pequeño disco conceptual de 6 canciones editado en dos partes independientes, que les permitía a los chicos ir compartiendo sus temas al mismo tiempo en que se componían, a tono con la urgencia de esta época apocalíptica y final, pero sin perder el hilo conductor de una obra mayor y de más largo aliento. Se trata de un puñado de canciones con letras ingeniosas y melodías desesperadas, que hablan un poco sobre el agobio del aislamiento conectado a internet en plan hikikomori, y otro poco sobre del desastre de los humedales en Rosario, sobre ciertas tragedias cotidianas mínimas, sentimentales o existenciales, y también sobre algunas más graves que dialogan directamente con nuestro último año con títulos como “¿A donde voy si se termina el mundo?”
Como en la mayoría de las ciudades universitarias, las bandas se divorcian brevemente durante el verano, cuando los integrantes vuelven a sus pueblos a pasar tiempo con sus familias. En este caso, el verano rosarino usualmente expulsa con su crudeza a estos cinco chicos —todos firman con sus apodos: Maru, Nineo Zoom, Sofi, Calo y Miru— que son originalmente de Bariloche, Pergamino, San Nicolás y Colón, y que parecen estar más interesados en un sentimiento más bucólico que urbano y curiosos por las tradiciones que permanecen ocultas e inaccesibles a las grandes ciudades. “Veníamos flasheando con una estética relacionada a lo popular, a la argentinidad y a lo mitológico, a lo religioso y lo pagano. Pero era un imaginario no relacionado a lo gauchesco sino a algo posterior, más postmoderno, como un pastiche que queríamos reinterpretar desde el 2020”, explica Maru. La banda se obsesionó con las películas de Lucrecia Martel y las fotos de Marcos Lopez, leyeron a Silvina Ocampo y después a Mariana Enriquez. Y se divirtieron con un imaginario argentino inquietante y rococó, tan festivo como darki, rozando un sentimiento popular local pero remixado con referencias anglo y situaciones contemporáneas. Ahora, esperan que el nuevo año les devuelva en lo posible el ceremonial más trascendental para las bandas independientes: ese pequeño ritual sudoroso de los cuerpos muy juntos mirando a las bandas que se despliegan en los bares pequeños.
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