‘Fósforos Mojados’: punk y vidas aburridas en la ciudad de la salsa
Hablamos con el director
caleño Sebastián Duque sobre su primer largometraje de ficción, que
sigue a una banda punk de pelados adolescentes en sus días de patineta,
amistad, conflictos familiares y mucho —muchísimo— ruido.
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Un plano: de noche, un sonriente Héctor Lavoe observa, estampado en lo
alto de un muro a los alrededores del Bulevar del Río de Cali, a cuatro
pelados punkeros: Juan, Potro, Casta y Meli. Tres chicos y una chica,
parceros desde pequeños, que pasan sus días montando tabla, coqueteando,
echándose los plones y tocando punk chatarrero con su banda, Fósforos
Mojados. Los cuatro le regresan la mirada, de espaldas a la cámara,
entre risas y después de haberse echado unas empanadas con ají picoso.
—¡Calle luna, calle sol! —canta Potro.
—Héctor me está coqueteando —dice Meli. Se ríen con picardía— Le gusto.
En esa tensión nerviosa y ese reconocimiento desafiante —de unos
jóvenes que viven el punk en una figura tutelar de la escena salsera:
como los hijos en los padres y los adolescentes en los adultos— está el
nudo que ata Fósforos Mojados (2021), el primer largometraje del director caleño Sebastián Duque, que se estrenó en la más reciente edición del Bogotá International Film Festival (BIFF). Para todos ese nudo ciego es, en este “coming-of-age
punk”, un espejo roto: son una juventud rabiosa, embebida en el ruido y
el aburrimiento, que, en su búsqueda de sí misma, quiere mochar de una
vez por todas el cordón umbilical, alzar la voz y rebelarse contra la
autoridad materna, y, sin embargo, en el origen y persistencia de sus
propios rayes, no puede evitar ver en sí misma rastros de su herencia.
Esa fricción fundacional está en el corazón de la rabia contenida que
los Fósforos Mojados desahogan en sus ensayos, rodadas y toques. Juan
no aguanta a su madre, que solo lo jode por el volumen de su
instrumento. Tampoco la ausencia de su padre, que ha dejado un hueco que
alimenta su ira y desconcierto, y cuyo vacío busca tapar desde la
estridencia y el resentimiento hacia su madre. A Potro su padre lo pulla
para que consiga un trabajo y, para disciplinarlo, lo obliga a raparse
su cresta y le esconde el bajo —para ir a grabar un videoclip con la
banda su única alternativa es dejar al viejo encerrado en un baño—.
Casta teme que su madre le encuentre la mata de marihuana que le está
cuidando a Potro. Y de Meli sabemos poco, pero en su silencio familiar
resuena, como en sus amigos, una apretada furia.
Para todos el punk es el único presente. Lo que hay de cara a un
horizonte existencial empozado es tocar duro, grabar y, con suerte,
quedar en el cartel del toque más chimba de la ciudad. Lo otro va
llegando con el tiempo: el reconocimiento de que sus padres antes que
padres también fueron hijos adolescentes, que sus madres antes que
madres también fueron, como ellos, hijas rebeldes. Y que la salsa, antes
de haber sido cooptada por el discurso institucional de la identidad
caleña, fue —como ahora el punk— un género insumiso, radical y
callejero.
Cali, sucursal del hardcore punk
“Fósforos Mojados es una película coral, un drama de crecimiento punk que partió de mis ganas de retratar a mis amigos y el parche underground
de Cali, de esa escena musical marginal que no sale en las postales”,
cuenta Sebastián sobre la génesis del proyecto. “La idea era simple:
mostrar cómo había sido mi propia experiencia en mis bandas de pelado
con mis parceros”.
Además de dedicarse al cine y docencia (actualmente es profesor en la
Universidad Autónoma de Occidente y en Buenaventura), Sebastián es
músico y, desde 2007, baterista de la banda de hardcore punk tropical Japy Lora. El perfil de los cuatro personajes principales de Fósforos
y esa cartografía subterránea de la Cali punk —que, señala, ha
exportado bandas clave para el mapa de la música extrema nacional como Desnudos en Coma—
fueron emergiendo de su propia exploración vital y de su trayectoria
como músico en circuitos clandestinos como los que retrata la película,
con proyectos musicales como sus anteriores bandas Cachivaches, que fundó en 2004, o la agrupación de metalcore The Charlie Brown.
Además de su historia personal, el otro espectro tutelar presente que
detonó todo —tanto la película como su trabajo, y la historia misma del
punk en Cali— fue ‘Robo’, como se conoce al baterista Julio Roberto Valverde,
quien durante años fue una figura mítica para los punkeros del Valle
del Cauca por su participación en grabaciones legendarias de la historia
del hardcore punk y el punk rock: Damaged (1981), el álbum debut de Black Flag, y Earth A.D./Wolfs Blood (1983), el segundo disco de los Misfits.
En Fósforos Mojados, el misterio de un músico nacido en la
ciudad de la salsa que fue fundamental para la movida punk
norteamericana de los ochenta, “el batero caleño de los Misfits y Black
Flag”, provoca en Juan fascinación y misterio. Esa incógnita lo induce
luego a una imprevista revelación sobre su propia genealogía y la de su
vena punkera: la misma que provocó en Sebastián, quien lo conoció y hace
cinco años realizó un corto documental sobre él, también llamado Robo, que debutó en 2018 en el Colombian Film Festival de Nueva York.
“Lo de ‘Robo’ es un novelón. En Cali siempre existió ese mito: que un
baterista de Misfits era caleño. Con esa leyenda urbana crecieron
varias generaciones de punkeros acá, ¡pero nadie lo corroboraba! Solo
hasta el 2006 que tocó acá fue que la gente confirmó que eso era cierto.
En ese momento me obsesioné con su historia”, explica Sebastián, quien,
después de invitar a ‘Robo’ a participar de Fósforos y de
lanzar su cortometraje, decidió emprender otro proyecto, que ya está en
fase de posproducción: un largo documental sobre su vida y los tropiezos
que tuvieron al invitarlo a hacer parte de la película. Su idea,
espera, es estrenarlo en 2022.
El cuarto de ensayos: hervir en la cueva
Por la transformación del ecosistema musical subterráneo caleño, junto a la productora de la película, Lina Marcela Rizo,
Sebastián decidió ir a buscar a sus actores a los municipios aledaños
de su ciudad, donde, para él, el punk se vive aún de forma radical —solo
Estiven Anacona (Casta) es caleño—. Esos lugares periféricos donde,
piensa, la escena sigue construyéndose y viviéndose de forma visceral y
furiosa: Yoy Rave (Juan) y Steven ‘Sick’ Rivas (Potro) son de Palmira;
Lucero Henao (Meli) es de Yumbo: “En esos lugares todavía se vive el
punk como se vivía hace unos años en Cali: eso se siente en las
actuaciones de los pelados”.
Su estrategia para generar el vínculo, la parcería y la confianza
como banda que necesitaban tomó seis meses, en los que pusieron a vivir a
los cuatro en un hostal en el barrio San Antonio: “Decidimos unir a los
más diferentes al principio, que son Juan y Potro. Ellos no se
aguantaban los primeros días, pero al final se generó una relación de
camaradería muy áspera. Ellos entendieron y se volvieron cómplices a
partir de sus diferencias”.
Con clases de actuación y coaches de instrumentos y
patineta, Lina y Sebastián fueron extrayendo de ellos el tono que
buscaban. Sebastián le enseñó a Casta a tocar batería y, entre todos, en
un trabajo colaborativo, fueron componiendo el tracklist que
luego sería el repertorio de Fósforos Mojados. El rodaje afianzó tanto
los lazos de amistad —aun con sus roces y diferencias— que los pelados
siguieron tocando con la banda, que nació como excusa de la película,
aún después de finalizado el rodaje.
Como dice Sebastián sobre su propia experiencia: “El ensayo es un
cuartel. Y uno con la banda pelea, se reconcilia, se caga de la risa, y
luego no se puede despegar. Yo llegaba con mis problemas a mis ensayos,
caliente, y me calentaba más si alguien me decía que tocaba mal, como
pasa en una escena entre Juan y Potro. El ensayo es una cueva, un
hervidero, pero luego se vuelve un hogar. Eso mismo quería lograr con
los chicos en Fósforos”.
“Calles sucias, vidas aburridas”
En el estudio de Sebastián, como el Lavoe que mira a los chicos de Fósforos, hay dos fotografías que tomó en los noventa el sonidista, artista y fotógrafo caleño Hernando Tejada Ángel
—parte de una retrospectiva que se presentó en el antiguo Festival de
Cine Universitario Intravenosa, ahora Festival Cortos Cali, que
Sebastián dirigía desde 2007— de dos faros ineludibles para pensar las
genealogías del cine del under y la contracultura en Colombia: una del cineasta paisa Víctor Gaviria dirigiendo a Ramiro Meneses en Rodrigo D. No futuro (1990) y otra de Carlos Mayolo, faro del Grupo de Cali, mirando a través de su cámara.
“Evidentemente de ambos hay herencias cinematográficas de las que uno
no es en principio consciente, pero que sin duda uno ha recibido y
transformado”, dice. Y en eso, la relación que él mismo ha tenido como
cineasta frente a esas figuras parece concentrar la de sus personajes:
unos padres en los que uno se reconoce de maneras contradictorias, desde
el movimiento paradójico del reflejo y la ruptura. Y es que, aunque
compartan el campo sónico y simbólico del punk, la mirada de Fósforos Mojados no es ya hacia la marginalidad radical popular de Rodrigo D.
sino —como cantan los chicos en uno de los temas de la peli— hacia las
“vidas aburridas” de una clase media endeudada y estancada, que vive de
trabajos temporales y promesas irresueltas.
El culmen de ese diálogo con Gaviria, de la actualización y
desplazamiento del desgarramiento interno de una juventud asfixiada
—aquí presentada desde una sensación de inmovilidad social y existencial
que se resuelve a punta de distorsiones aturdidoras—, está en una
escena en la que, mientras los parceros celebran en un antro de
reguetón, Potro no soporta más y sale solo, ya borracho, a afuerear en
un andén. Allí canta un fragmento de un tema de Mutantex, un clásico
conocido por todos los espectadores de Rodrigo D., que ilumina
ese estado: “Cómo me calmo yo / Todo rechazo / Ya no consigo más
satisfacción / Ya ni con drogas ni con alcohol / Ya no consigo ninguna
reacción”.
En esa línea, Fósforos Mojados llega a sumarse a un acervo
de películas colombianas de la última década que han retratado, desde
distintos ángulos y con diversos intereses, a las juventudes que habitan
las movidas del borde: un conjunto diverso que va desde Los nadie (2016),
de Juan Sebastián Mesa, que sigue a un parche de punks y cirqueros que
ya no aguanta más y solo busca ahorrar para irse de Medellín, pasa por
los grafiteros y skaters migrantes en la Cali de Los hongos (2014), de Óscar Ruiz Navia, o el parche de artistas urbanos asediado por las disputas barriales en Medellín de Los días de la ballena (2019), de Catalina Arroyave, hasta la angustia y el desarraigo postpunk de la pareja de colombianos en Buenos Aires de Días extraños (2015), de Juan Sebastián Quebrada.
“Hay muchas coincidencias con esas pelis, pero creo que cada una es
muy diferente de la otra. Cada cineasta explora y habla de su propio
contexto. A diferencia de Juan Sebastián [Mesa] o de Catalina
[Arroyave], yo quería concentrarme completamente en la música. Ellos
retratan problemas sociales o de violencia en su ciudad, Medellín, a
través de estos muchachos; pero ahí la música no es el centro —señala
Sebastián—. Quizá por el hecho de que Fósforos es caleña, una
ciudad tradicionalmente salsera, uno siente con más fuerza el punk. Y es
que el punk paisa tiene una tradición más robusta. Allá hay
intelectuales expertos en la historia del punk, que conocen todos los
detalles, así como en Cali hay tipos que son enciclopedias de la salsa”.
Además de priorizar la música extrema y registrar la Cali que ha
vivido como baterista de punk, Sebastián quería darle la vuelta al
estereotipo del punkero que ha dominado cierta representación dominante
en la producción cultural colombiana: “Algo que no quería, y que pasa
mucho en la imagen que tiene la gente de los chicos punkeros, era
perpetuar el estereotipo del punk que solo echa sacol y solo se da en la
cabeza y no siente nada. No: ellos son muchachos que tienen papá y
mamá, que tienen dilemas de identidad complejos, que tienen relaciones
contradictorias con sus amigos y sus familias”.
El proceso con ‘Sick’ fue, para él, el que ilustró ese interés de
manera más elocuente: “Me encantó el trabajo con ‘Sick’, porque él era
el más radical. Después de la peli él estuvo en la cárcel y, en todo ese
tiempo, hablábamos un resto de qué significaba el punk para nosotros.
Él estaba aburrido de los estereotipos. Ambos copiamos y lo entendimos,
pero a él le costaba mostrarse vulnerable como Potro. Había cosas que le
podían jugar una mala pasada en su identidad de macho punkero; por
ejemplo, que el papá le cortara el pelo. Pero luego lo entendió:
entendió que un punk puede ser muy rebelde pero también puede sentir
mucho, que también puede llorar”.
Después del estreno de Fósforos Mojados en el BIFF, Lina y
Sebastián tienen planeado que la película llegue a salas de cine del
país en marzo del año entrante. Antes de eso, harán dos paradas
internacionales: una en el Festival FILMAR en América Latina,
que se celebra en Suiza a finales de noviembre, y otra en España. Con
ello, esperan poder seguir dándole visibilidad a la escena musical
extrema de la ciudad y manteniendo vivo, desde las redes de afecto y
amistades profundas que generan la música y la realización
cinematográfica, el punk.
Así lo saben sus propios personajes, que, después de cagarla en un
toque, en el tramo final de la película, llegan a una simple y potente
conclusión común:
—Alimaña, ¿habemus punk o no, gonorrea?
—¡Habemus punk, gonorrea!
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