A 23 años de la muerte de Joey: por qué Ramone y otras curiosidades del rey del punk

Su traumática infancia. El bullying en la escuela. Su precaria salud. La redención a través del rock y el por qué de su nombre. La idolatría en Argentina y los 20 años sin hablar con el guitarrista Johnny Ramone. Jeffrey Ross Hyman, conocido como Joey Ramone, nació el 19 de mayo de 1951 en el seno de una familia judía de Forest Hills, Queens, Nueva York, hace hoy 73 años. Un dato que pocos conocen, es que al nacer, tenía un teratoma adosado a la columna vertebral, por unfeto de un gemelo que no había terminado de desarrollarse. Se lo removieron con una cirugía. Pero nunca dejó de tener problemas físicos y psicológicos por aquel tumor extraño. Los seguidores de Ramones -banda pionera de punk rock que Joey integró entre 1974 y 1996 Jeffrey era un muchacho introvertido y solitario, de 1 metro 98, flaco y desgarbado, ojos miopes saltones, anteojos de muchísimas dioptrías y dentadura asimétrica. La futura estrella estudió en el Forest Hills High School, donde sufria bullying. Sus padres se

Fósforos Mojados

‘Fósforos Mojados’: punk y vidas aburridas en la ciudad de la salsa

Hablamos con el director caleño Sebastián Duque sobre su primer largometraje de ficción, que sigue a una banda punk de pelados adolescentes en sus días de patineta, amistad, conflictos familiares y mucho —muchísimo— ruido.

 


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Un plano: de noche, un sonriente Héctor Lavoe observa, estampado en lo alto de un muro a los alrededores del Bulevar del Río de Cali, a cuatro pelados punkeros: Juan, Potro, Casta y Meli. Tres chicos y una chica, parceros desde pequeños, que pasan sus días montando tabla, coqueteando, echándose los plones y tocando punk chatarrero con su banda, Fósforos Mojados. Los cuatro le regresan la mirada, de espaldas a la cámara, entre risas y después de haberse echado unas empanadas con ají picoso. 

—¡Calle luna, calle sol! —canta Potro.

—Héctor me está coqueteando —dice Meli. Se ríen con picardía— Le gusto.

En esa tensión nerviosa y ese reconocimiento desafiante —de unos jóvenes que viven el punk en una figura tutelar de la escena salsera: como los hijos en los padres y los adolescentes en los adultos— está el nudo que ata Fósforos Mojados (2021), el primer largometraje del director caleño Sebastián Duque, que se estrenó en la más reciente edición del Bogotá International Film Festival (BIFF). Para todos ese nudo ciego es, en este “coming-of-age punk”, un espejo roto: son una juventud rabiosa, embebida en el ruido y el aburrimiento, que, en su búsqueda de sí misma, quiere mochar de una vez por todas el cordón umbilical, alzar la voz y rebelarse contra la autoridad materna, y, sin embargo, en el origen y persistencia de sus propios rayes, no puede evitar ver en sí misma rastros de su herencia.

Esa fricción fundacional está en el corazón de la rabia contenida que los Fósforos Mojados desahogan en sus ensayos, rodadas y toques. Juan no aguanta a su madre, que solo lo jode por el volumen de su instrumento. Tampoco la ausencia de su padre, que ha dejado un hueco que alimenta su ira y desconcierto, y cuyo vacío busca tapar desde la estridencia y el resentimiento hacia su madre. A Potro su padre lo pulla para que consiga un trabajo y, para disciplinarlo, lo obliga a raparse su cresta y le esconde el bajo —para ir a grabar un videoclip con la banda su única alternativa es dejar al viejo encerrado en un baño—. Casta teme que su madre le encuentre la mata de marihuana que le está cuidando a Potro. Y de Meli sabemos poco, pero en su silencio familiar resuena, como en sus amigos, una apretada furia.

Para todos el punk es el único presente. Lo que hay de cara a un horizonte existencial empozado es tocar duro, grabar y, con suerte, quedar en el cartel del toque más chimba de la ciudad. Lo otro va llegando con el tiempo: el reconocimiento de que sus padres antes que padres también fueron hijos adolescentes, que sus madres antes que madres también fueron, como ellos, hijas rebeldes. Y que la salsa, antes de haber sido cooptada por el discurso institucional de la identidad caleña, fue —como ahora el punk— un género insumiso, radical y callejero.

Cali, sucursal del hardcore punk

Fósforos Mojados es una película coral, un drama de crecimiento punk que partió de mis ganas de retratar a mis amigos y el parche underground de Cali, de esa escena musical marginal que no sale en las postales”, cuenta Sebastián sobre la génesis del proyecto. “La idea era simple: mostrar cómo había sido mi propia experiencia en mis bandas de pelado con mis parceros”.

Además de dedicarse al cine y docencia (actualmente es profesor en la Universidad Autónoma de Occidente y en Buenaventura), Sebastián es músico y, desde 2007, baterista de la banda de hardcore punk tropical Japy Lora. El perfil de los cuatro personajes principales de Fósforos y esa cartografía subterránea de la Cali punk —que, señala, ha exportado bandas clave para el mapa de la música extrema nacional como Desnudos en Coma— fueron emergiendo de su propia exploración vital y de su trayectoria como músico en circuitos clandestinos como los que retrata la película, con proyectos musicales como sus anteriores bandas Cachivaches, que fundó en 2004, o la agrupación de metalcore The Charlie Brown.

 

Además de su historia personal, el otro espectro tutelar presente que detonó todo —tanto la película como su trabajo, y la historia misma del punk en Cali— fue ‘Robo’, como se conoce al baterista Julio Roberto Valverde, quien durante años fue una figura mítica para los punkeros del Valle del Cauca por su participación en grabaciones legendarias de la historia del hardcore punk y el punk rock: Damaged (1981), el álbum debut de Black Flag, y Earth A.D./Wolfs Blood (1983), el segundo disco de los Misfits.

En Fósforos Mojados, el misterio de un músico nacido en la ciudad de la salsa que fue fundamental para la movida punk norteamericana de los ochenta, “el batero caleño de los Misfits y Black Flag”, provoca en Juan fascinación y misterio. Esa incógnita lo induce luego a una imprevista revelación sobre su propia genealogía y la de su vena punkera: la misma que provocó en Sebastián, quien lo conoció y hace cinco años realizó un corto documental sobre él, también llamado Robo, que debutó en 2018 en el Colombian Film Festival de Nueva York. 

“Lo de ‘Robo’ es un novelón. En Cali siempre existió ese mito: que un baterista de Misfits era caleño. Con esa leyenda urbana crecieron varias generaciones de punkeros acá, ¡pero nadie lo corroboraba! Solo hasta el 2006 que tocó acá fue que la gente confirmó que eso era cierto. En ese momento me obsesioné con su historia”, explica Sebastián, quien, después de invitar a ‘Robo’ a participar de Fósforos y de lanzar su cortometraje, decidió emprender otro proyecto, que ya está en fase de posproducción: un largo documental sobre su vida y los tropiezos que tuvieron al invitarlo a hacer parte de la película. Su idea, espera, es estrenarlo en 2022.

El cuarto de ensayos: hervir en la cueva

Por la transformación del ecosistema musical subterráneo caleño, junto a la productora de la película, Lina Marcela Rizo, Sebastián decidió ir a buscar a sus actores a los municipios aledaños de su ciudad, donde, para él, el punk se vive aún de forma radical —solo Estiven Anacona (Casta) es caleño—. Esos lugares periféricos donde, piensa, la escena sigue construyéndose y viviéndose de forma visceral y furiosa: Yoy Rave (Juan) y Steven ‘Sick’ Rivas (Potro) son de Palmira; Lucero Henao (Meli) es de Yumbo: “En esos lugares todavía se vive el punk como se vivía hace unos años en Cali: eso se siente en las actuaciones de los pelados”.

Su estrategia para generar el vínculo, la parcería y la confianza como banda que necesitaban tomó seis meses, en los que pusieron a vivir a los cuatro en un hostal en el barrio San Antonio: “Decidimos unir a los más diferentes al principio, que son Juan y Potro. Ellos no se aguantaban los primeros días, pero al final se generó una relación de camaradería muy áspera. Ellos entendieron y se volvieron cómplices a partir de sus diferencias”.

 

Con clases de actuación y coaches de instrumentos y patineta, Lina y Sebastián fueron extrayendo de ellos el tono que buscaban. Sebastián le enseñó a Casta a tocar batería y, entre todos, en un trabajo colaborativo, fueron componiendo el tracklist que luego sería el repertorio de Fósforos Mojados. El rodaje afianzó tanto los lazos de amistad —aun con sus roces y diferencias— que los pelados siguieron tocando con la banda, que nació como excusa de la película, aún después de finalizado el rodaje.

Como dice Sebastián sobre su propia experiencia: “El ensayo es un cuartel. Y uno con la banda pelea, se reconcilia, se caga de la risa, y luego no se puede despegar. Yo llegaba con mis problemas a mis ensayos, caliente, y me calentaba más si alguien me decía que tocaba mal, como pasa en una escena entre Juan y Potro. El ensayo es una cueva, un hervidero, pero luego se vuelve un hogar. Eso mismo quería lograr con los chicos en Fósforos”.

“Calles sucias, vidas aburridas”

En el estudio de Sebastián, como el Lavoe que mira a los chicos de Fósforos, hay dos fotografías que tomó en los noventa el sonidista, artista y fotógrafo caleño Hernando Tejada Ángel —parte de una retrospectiva que se presentó en el antiguo Festival de Cine Universitario Intravenosa, ahora Festival Cortos Cali, que Sebastián dirigía desde 2007— de dos faros ineludibles para pensar las genealogías del cine del under y la contracultura en Colombia: una del cineasta paisa Víctor Gaviria dirigiendo a Ramiro Meneses en Rodrigo D. No futuro (1990) y otra de Carlos Mayolo, faro del Grupo de Cali, mirando a través de su cámara.

“Evidentemente de ambos hay herencias cinematográficas de las que uno no es en principio consciente, pero que sin duda uno ha recibido y transformado”, dice. Y en eso, la relación que él mismo ha tenido como cineasta frente a esas figuras parece concentrar la de sus personajes: unos padres en los que uno se reconoce de maneras contradictorias, desde el movimiento paradójico del reflejo y la ruptura. Y es que, aunque compartan el campo sónico y simbólico del punk, la mirada de Fósforos Mojados no es ya hacia la marginalidad radical popular de Rodrigo D. sino —como cantan los chicos en uno de los temas de la peli— hacia las “vidas aburridas” de una clase media endeudada y estancada, que vive de trabajos temporales y promesas irresueltas. 

El culmen de ese diálogo con Gaviria, de la actualización y desplazamiento del desgarramiento interno de una juventud asfixiada —aquí presentada desde una sensación de inmovilidad social y existencial que se resuelve a punta de distorsiones aturdidoras—, está en una escena en la que, mientras los parceros celebran en un antro de reguetón, Potro no soporta más y sale solo, ya borracho, a afuerear en un andén. Allí canta un fragmento de un tema de Mutantex, un clásico conocido por todos los espectadores de Rodrigo D., que ilumina ese estado: “Cómo me calmo yo / Todo rechazo / Ya no consigo más satisfacción / Ya ni con drogas ni con alcohol / Ya no consigo ninguna reacción”.

 

 

En esa línea, Fósforos Mojados llega a sumarse a un acervo de películas colombianas de la última década que han retratado, desde distintos ángulos y con diversos intereses, a las juventudes que habitan las movidas del borde: un conjunto diverso que va desde Los nadie (2016), de Juan Sebastián Mesa, que sigue a un parche de punks y cirqueros que ya no aguanta más y solo busca ahorrar para irse de Medellín, pasa por los grafiteros y skaters migrantes en la Cali de Los hongos (2014), de Óscar Ruiz Navia, o el parche de artistas urbanos asediado por las disputas barriales en Medellín de Los días de la ballena (2019), de Catalina Arroyave, hasta la angustia y el desarraigo postpunk de la pareja de colombianos en Buenos Aires de Días extraños (2015), de Juan Sebastián Quebrada.

“Hay muchas coincidencias con esas pelis, pero creo que cada una es muy diferente de la otra. Cada cineasta explora y habla de su propio contexto. A diferencia de Juan Sebastián [Mesa] o de Catalina [Arroyave], yo quería concentrarme completamente en la música. Ellos retratan problemas sociales o de violencia en su ciudad, Medellín, a través de estos muchachos; pero ahí la música no es el centro —señala Sebastián—. Quizá por el hecho de que Fósforos es caleña, una ciudad tradicionalmente salsera, uno siente con más fuerza el punk. Y es que el punk paisa tiene una tradición más robusta. Allá hay intelectuales expertos en la historia del punk, que conocen todos los detalles, así como en Cali hay tipos que son enciclopedias de la salsa”.

 

Además de priorizar la música extrema y registrar la Cali que ha vivido como baterista de punk, Sebastián quería darle la vuelta al estereotipo del punkero que ha dominado cierta representación dominante en la producción cultural colombiana: “Algo que no quería, y que pasa mucho en la imagen que tiene la gente de los chicos punkeros, era perpetuar el estereotipo del punk que solo echa sacol y solo se da en la cabeza y no siente nada. No: ellos son muchachos que tienen papá y mamá, que tienen dilemas de identidad complejos, que tienen relaciones contradictorias con sus amigos y sus familias”.

El proceso con ‘Sick’ fue, para él, el que ilustró ese interés de manera más elocuente: “Me encantó el trabajo con ‘Sick’, porque él era el más radical. Después de la peli él estuvo en la cárcel y, en todo ese tiempo, hablábamos un resto de qué significaba el punk para nosotros. Él estaba aburrido de los estereotipos. Ambos copiamos y lo entendimos, pero a él le costaba mostrarse vulnerable como Potro. Había cosas que le podían jugar una mala pasada en su identidad de macho punkero; por ejemplo, que el papá le cortara el pelo. Pero luego lo entendió: entendió que un punk puede ser muy rebelde pero también puede sentir mucho, que también puede llorar”.

Después del estreno de Fósforos Mojados en el BIFF, Lina y Sebastián tienen planeado que la película llegue a salas de cine del país en marzo del año entrante. Antes de eso, harán dos paradas internacionales: una en el Festival FILMAR en América Latina, que se celebra en Suiza a finales de noviembre, y otra en España. Con ello, esperan poder seguir dándole visibilidad a la escena musical extrema de la ciudad y manteniendo vivo, desde las redes de afecto y amistades profundas que generan la música y la realización cinematográfica, el punk.

Así lo saben sus propios personajes, que, después de cagarla en un toque, en el tramo final de la película, llegan a una simple y potente conclusión común:

—Alimaña, ¿habemus punk o no, gonorrea?

—¡Habemus punk, gonorrea!

 

 

 

 

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