El Mosca de 2 Minutos hizo pis en la cabina del avión frente a todos los pasajeros?

La histórica banda de punk rock 2 Minutos, estuvo de gira el fin de semana pasado en Centroamérica, donde no faltaron los escándalos, con su cantante deportado en Costa Rica y un show con entradas agotadas cancelado sin aviso previo en El Salvador. https://www.quepasasalta.com.ar/cultura/deportaron-cantante-dos-minutos/ "Tenemos que contarles que debido a malos tratos y mala atención de la línea aérea Avianca @avianca El Mosca no pudo ingresar al país por consecuente decisión de las autoridades migratorias", explicó el grupo en un comunicado publicado en redes sociales. En el mismo texto, afirmaron que "la línea aérea inventó situaciones que nunca existieron", en referencia al episodio que habría originado la deportación de su líder, Walter "Mosca" Velázquez, aunque no se expresaron sobre la suspensión de su siguiente compromiso, que hasta ese momento, seguía en pie. Sin embargo, desde la productora salvadoreña que los contrató, replicaron otra versión: &q

Flavio Cianciarulo: la música al margen de los Cadillacs, su nuevo libro y el secreto de beber agua de mar

https://www.lanacion.com.ar/revista-rolling-stone/flavio-cianciarulo-el-viejo-cadillac-arranca-de-nuevo-nid03032021/
Ahí pasa Flavio Cianciarulo, de izquierda a derecha. Aprieta dientes, flexiona rodillas, aletea con los brazos, gana impulso. 56 años, categoría semipesado, ahora es un flash aún más veloz, de derecha a izquierda. Bermudas camufladas, chaleco de jean motoquero, gorra, zapatillas Legends modelo Sr. Flavio con calaveritas. Más o menos como se lo ve tocando con Los Fabulosos Cadillacs, pero son las seis de la tarde y el bajista es un péndulo humano (con barba blanca y tatuajes). Hace equilibrio sobre un skate, siete capas de arce canadiense y cuatro rueditas de poliuretano, y con cada vuelta llega un poco más arriba en los extremos de la U de madera terciada, como si en la próxima fuera a salir disparado. Pero no, igual que en el escenario, el viejo Cadillac tiene todo bajo control. Hay estrellas de rock que coleccionan autos importados y toman solo vino del mejor. Cianciarulo es abstemio hace rato y está cómodo con la camioneta que maneja para transportar familia, equipo, instrumentos. Después discutimos si califica o no como estrella, pero por lo pronto digamos que destinó parte de las ganancias en décadas de hits a ensamblar una rampa de lujo para andar bajo la arboleda en el fondo de su lote de Chapadmalal. En esa localidad costera del partido bonaerense de General Pueyrredón sentó campamento hace ya una década junto a su esposa, Jenny, y sus tres hijos, Astor (23), Jay (22) y Cocó Cianciarulo (durante los encuentros para esta nota va a cumplir 17). “Es un mueble victoriano a la intemperie, así que hay que cuidarlo, exige bastante mantenimiento”, dice junto a la estructura de unos 20 metros cuadrados de superficie patinable y dos de altura. Cuál será el secreto para que no se lo note más agitado que después de tocar “Mal bicho” y “Quinto centenario” al hilo frente a 40.000 personas. “No quiero menospreciar a la pelota o la raqueta de tenis, pero el skate es algo más, algo místico. Es una alfombra voladora, un deporte que trasciende el deporte”, dice Flavio, excitado como si de pronto estuviéramos en 1986 y acabáramos de mirar el VHS de Roller Boys (como se conoció en Argentina a Thrashin’, aquella pochoclera-skater dirigida por David Winters). “No hablo de cómo lo uso yo sino de los skaters que salen a las calles y se apropian de espacios diseñados para otra cosa, que irrumpen en la rutina llana de la ciudad. Pienso que a esos viejos que los miran con desconfianza, que los ven como pendejos de mierda, lo que les molesta en realidad es que sean tan libres”.

Hace años, cuando Astor, Jay y Cocó todavía eran muy chicos, el padre aprovechaba sus descansos como Cadillac-full time para probar unos primeros y tardíos giros en la rampa de Perú Beach, San Isidro. Entonces notó que un grupo de espectadores ocasionales se reía, por lo bajo, de sus movimientos inseguros. Habían transgredido una de las buenas prácticas skaters, tácitas y no tanto: jamás burlarse de un principiante. “Me dio vergüenza, me afectó, así que me fui y decidí armar mi propia rampa en casa. Ahí me pasaba horas practicando de un lado a otro, tranquilo, a mi ritmo, sin forzar mis limitaciones. Jamás tuve ese arrebato de valor que te puede llevar a lastimarte. Pero, claro, para los chicos fue crucial poder andar en casa y adquirieron un nivel importante. Cocó a los cinco años ya dropeaba, era un prodigio. Yo les mostré de qué se trataba y les compré una tablita en la Bond Street, sin imponerles nada, y ellos terminaron enseñándome a mí”.

 

Flavio por el momento dejó a los Cadillacs en un impasse indefinido tras la edición del duodécimo disco de estudio (La salvación de Solo y Juan, 2016) y esporádicas presentaciones, como la anunciada para el Lollapalooza 2020, suspendido por pandemia. Le menciono que acaba de reeditarse el compilado Vasos vacíos en vinilo doble, uno de los ítems más vendidos del catálogo Cadillac, y responde un “me alegro mucho” con amabilidad, pero poco interés.

 

Los Cianciarulo dejaron atrás la gran ciudad (bueno, vivían en Tigre y, antes, en San Isidro). Porque querían dormir y despertar cerca del mar. Hoy los tres chicos son surfistas de alto vuelo (Cocó, múltiple campeona), músicos aún más virtuosos, skaters para el asombro y veganos militantes, por nombrar solo algunas de las afinidades compartidas con el padre. Ahora residen en Chapadmalal, en un barrio semirrural de casas de veraneo, despoblado fuera de temporada, a dos cuadras de la playa y de esos dramáticos acantilados tan característicos de esta zona, unos 25 kilómetros al sur de la Bristol. Ahí montaron, más que una casa, una pequeña aldea de colores vivos y mucha madera y chapa; una construcción principal y otras con más habitaciones, depósito, sala de ensayo/estudio, largas mesas para comer al fresco, asador que solo se usa para vegetales, tender cargado de trajes de neoprene negro y –última incorporación– pista de skate cinco estrellas.

Los Cianciarulo habitan en su burbuja desde bastante antes de la pandemia.

 


 

“Los chicos son los que nos trajeron acá. Ver cómo disfrutan del mar con frío, con, sol, con lluvia –dice Jenny–. Es un lugar muy hermoso. Después de enero y febrero, esto queda solitario, vacío y es cuando más nos gusta. Una de las cosas más lindas es cuando hay sudestada y el mar golpea contra el acantilado. ¡Se escucha desde casa!”.

“Llevamos una vida muy tranquila. Salvo en verano, el resto del año por acá no pasan autos. Es una decisión que también tiene sus inconvenientes para quienes nos acostumbramos a las comodidades burguesas. Hay trabajos para los que no viene nadie y los tenés que hacer vos. No llega la red de gas y los tanques son carísimos, así que debés acostumbrarte al frío y a la leña y a levantarte a la noche para alimentar la salamandra. Pero, sobre todo, acá hay tiempo. No te ves con muchas personas, no hay lugares adonde salir. Leés muchísimo”, dice Flavio.

Jenny: “¿Lo difícil de vivir aquí? Es solo un mes, pero en julio sí que hay mucha lluvia y el barro es insoportable. Aunque también tiene su magia. Con botas de plástico, andas por todas partes”.

Astor: “Hay una atracción y magnetismo en esta tierra que no me dio ningún otro lado. Lo más difícil es la soledad invernal, inevitable, pero cuando uno aprende a sobrellevarla es hermosa”.

Cocó: “Salir a surfar con mi papá y mis hermanos y ver a mi mamá filmarnos desde la orilla no tiene precio”.

Jay: “Mi vida es acá, con el mar y la soledad cerca. No lo cambiaría por nada”.

 

Surfer girls: Cocó, de 17, es la más chica de los Cianciarulo y una promesa del surf argentino. Canta sus propios temas pop y toca el bajo en Lost Marplas junto a sus hermanos. “Los chicos nos trajeron acá. Ver cómo disfrutan del mar con frío, con sol, con lluvia”, dice Jenny.PABLO FRANCO - RollingStone

No es un destino accidental. Flavio lleva tatuado MDP en la mejilla derecha. Nació en 1964, en Buenos Aires, pero se crio en Mar del Plata. Después sus padres se separaron y se mudó con su mamá a Barrio Norte, por donde patearía errático hasta encontrarle sentido a la adolescencia gracias a una colorida pandilla de nuevos amigos con los que se haría fanático de Madness y se vestiría de traje y armaría una banda que el 19 de enero de 1985 debutaría en el bar Vía Fellini de, cómo no, Playa Grande. En Mardel –donde la Legislatura lo declaró ciudadano ilustre–, Flavio también conocería a la mexicana Jenny, su futura mujer, llegada de Monterrey, Nuevo León, a la Argentina para practicar montañismo en la Patagonia, primero, y trabajar como recepcionista en un restaurante marpla-mexicano, después.

“Es decir que siempre estuve cerca de Mar del Plata”, reflexiona Flavio, mientras deja la tabla Hosoi, con la que un rato antes creí que saldría volando, en el almacén de su casa. Tiene una especie de rack donde acopia, en un cálculo rápido, otras veinte joyas de colección, incluyendo modelos de bandas como Devo y Black Flag, vainillitas, longboards, decks anchos y ochenteros (sus favoritos), importados y nacionales. Salimos (en auto) a dar una vuelta por el barrio, que este verano explotó, debido a cierto público forzado a recalcular sus vacaciones habituales, cambiando destinos en el exterior por Patagonia, Córdoba, NOA o Costa Atlántica. Me quiere mostrar los hoteles de Perón, esos gigantes grises a los que les dedicó una canción en su disco solista Nada especial, de 2013:

Vamos a los hoteles de Perón, dijo mamá.

Frente al mar, lejos de la gran ciudad.

Cómo te voy a extrañar.

Mamá hace las valijas, hay que regresar.

Los hoteles de Perón quedan a cinco minutos del Cianciarulo camp y son nueve pabellones enormes, sobrios, listos para filmar la remake marplatense de El resplandor. Nada de la arquitectura color pastel, palmera y buena onda típica de los refugios vacacionales, pero con vistas espectaculares a la playa. “Tienen una estética medio de barracas militares”, redondea Flavio, que me indica meterme por un callejón interno para apreciar de cerca construcciones abandonadas, otras en condiciones un poco mejores y algún obrero solitario en la tarde soleada y ventosa que parece analizar indeciso cuántas décadas le tomaría pintar todo esto.

La Unidad Turística Chapadmalal se comenzó a edificar en 1945, muy cerca de la Residencia Presidencial de veraneo, dos años posterior y de estilo similar. Incluso hasta antes de la pandemia, se utilizó con fines de turismo social para alojar familias de todo el país. Hoy es propiedad del Ministerio de Turismo de la Nación, con categoría de monumento histórico, y en por lo menos uno de sus nueve hoteles exhibe carteles que prometen futuras tareas de rescate.

“Acá se recibían a muchos chicos de pocos recursos, sobre todo del conurbano bonaerense, chicos que nunca habían visto el mar”, recuerda Flavio. En ellos pensaba al escribir aquella canción. Señala la aguja elevada sobre la cúpula de la iglesia en el predio. “Un músico amigo está seguro de que la capilla marca el centro de un área electromagnética muy poderosa; quiere venir con su kit de radiestesia para analizarla”.

 

Flavio todavía no incursionó en la radiestesia, pero detecta en Chapadmalal un halo entre enigmático y mitológico. Hay material: pueblo chico donde todos se conocen; condiciones contrastantes entre el sol veraniego y las temperaturas bajas el resto del año; viento casi constante y acantilados de película; los turistas y la soledad fuera de temporada, además de los hoteles del General. Por eso Chapa, igual que las vecinas Mar del Plata y Miramar, no solo lo inspiran a componer temas como “Los hoteles de Perón”, “Las olas” y “El marplatense”. Son combustible también para avivar una veta creativa muchísimo menos expuesta que “Manuel Santillán, el León”, “Matador”, “Gitana” y la larga lista de una-que-sepamos-todos con la que Flavio de algún modo, a la distancia, anima a diario desde casamientos hasta supermercados en buena parte del continente. Flavio escribe, y no solo hits.

En paralelo a la música y los deportes de vértigo, el señor del bajo se lanzó hace ya década y media a una carrera literaria en la que Chapadmalal, nombrada así o no, suele ser escenario de tramas terroríficas y otras fabulosas alucinaciones. El primer libro fue Rocanrol, una serie de relatos y columnas, publicado en 2006. Siguió The Dead Latinos, novela sobre los viajes de una banda entre el punk y el chamanismo, ostensiblemente impregnada de la temporada en que Flavio residió en México. Salvo por el libro El león del ritmo (un diario de gira de LFC con muchas licencias poéticas), acumuló de allí en más un sorprendente corpus de relatos fantásticos, remixando cine clase B, subculturas rockeras (heavies, skinheads, motoqueros), leyendas aborígenes y, por supuesto, tablas voladoras, en obras impresas como La máquina de matar pájaros, Surfer Calavera y Música siniestra para estas navidades.

Fabuloso heredero. Astor, rockeando con papá, durante uno de los últimos shows de los Cadillacs, en el Luna Park, en los que también Florian, hijo de Vicentico, se sumó a la banda.Agustin Dusserre - RollingStone

 

Flavio es un rockero que escribe. Pero no le hablen de libros de rock. “Donde me siento más cómodo es en esas historias psicoterroríficas, lo que yo llamo literatura rock clase B –dice el Cadillac que citó a Sabato y Galeano en sus temas–. Solo me corrí de eso con El león, que es un diario, pero no me dan ganas de escribir ni de leer libros de música. Creo que solo leí la biografía de Miles Davis. Me encantan los Ramones, pero no necesito leer acerca de ellos. Me gusta entender de una banda lo que quise entender cuando la escuché. Con todo respeto, no voy a leer un libro sobre Sumo. Los vi tocar en los 80 y entendí lo que entendí…”.

La cuarentena 2020, sin embargo, lo sorprendió tipeando no ficción. El resultado se llama Los textos Silver Tape (editorial Piloto de Tormenta; ver adelanto en estas páginas) y es un libro autobiográfico, confesional, por momentos descarnado, con 35 capítulos, pasajes ensayístico-filosóficos, frontal como la sudestada marplatense, escrito con el arrojo de un longboarder colina abajo y sin casco. De allí, el subtítulo: Catarsis surfer calavera de un sonidero antipoeta. “Empecé a escribir algunos de estos textos más reflexivos, me gustaron y me dejé llevar. Pero no creo que sea lo que haga de acá en más, necesito volver al satanismo playero y los acantilados”, dice manejando por la ruta atlántica.

La nueva obra descolocaría a más de un saltarín fan de los Cadillacs con noticias de una infancia difícil –la muerte temprana de una hermana, el divorcio de sus padres, el desarraigo–, inseguridades, temores, manías, gustos, disgustos, ideas, contradicciones y una compulsiva y ecléctica sucesión de hashtags que se superponen como stickers en el reverso de un skate: Keith Moon, Alfonsina Storni, ska, bajistas, terror, surf, straight edge, Boom Boom Kid, discos, radio, Norberto Minichillo, The Specials, entrevistas, Gamexane, Twin Peaks.

 

 

 

 

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