“Yo antes no contaba todas estas
anécdotas, pero ahora me di cuenta de que son parte de mí y uno está más
grande y hay algo en ese pasado que habla de mí y de mi música también,
de lo que hice para llegar hasta acá”, dice Carca,
casi a manera de excusa, después de tres horas de charla en el
departamento en el que vive desde hace unos años, a metros nomás de
Arribeños y Olazábal, ahí donde el Barrio Chino se retroalimenta de
aromas, arquitectura y costumbres culturales de aquí y de allá. El
anecdotario de esta tarde calurosa recorrió los extraños senderos que
van de Pappo y El Reloj a Babasónicos y Gustavo Cerati; de Ciudad Jardín a Barcelona y de Giorgio Moroder a Luis Alberto Spinetta. Todo “carquisado” en su dosis justa, claro.
“Soy
muy fana de la música. Igual que Calamaro. Cuando nos juntamos siempre
caemos en lo mismo: somos más fanas del rock que músicos, por más que él
tenga formación académica y yo no, los dos empezamos a tocar porque
queríamos pertenecer, intentar el juego de acercarse a esos grandes del
rock que siempre admiramos”. Carca cuenta que la ruta del rock fue parte
de su vida desde muy chico, cuando vivía con su familia en Ciudad
Evita, pero que nunca la vivió como una fantasía, sino como su camino
natural.
“Mucho después me di cuenta de que había
tenido la suerte que me pasaran ciertas cosas a una edad muy temprana.
Para mí todo ese mundo era lo normal, cruzarme con Pappo en la casa de
un amigo mío, que era como su sobrino, y verlo tocar de al lado en algún
cumpleaños o ir con un pibe en un Citroën prestado a devolverle uno de
los dobles bombos a Juancito ‘Locomotora’ Espósito, de El Reloj. A los
12 años casi que yo pensaba que eso era normal, porque Ciudad Evita es
un gueto muy musical, y es un gueto que también está en la pomada, super
adelantado. El primer grupo de público grande de Babasónicos sale de
Ciudad Evita. ¿Cómo lo explicás? No tengo explicación, pero es gente que
está con las antenas paradas. Cuando empezamos con los Tía Newton, no
sé si por simpatía local o lo que sea, muchísimo público era de Ciudad
Evita. Con los Redondos también, la mayor parte del público al principio
era de ahí. Raro. Es un lugar hermoso, con gente que se va a quedar
toda la vida ahí, en bajada, y también con gente que está ahí porque se
siente en un lugar hermoso, lindo, bucólico, pero que necesita data, que
le gusta estar informada. Vos pensá que en 1980 ya estaba dando vueltas
entre mis amigos más grandes Never Mind the Bollocks, de Sex
Pistols, o la cosa más sinfónica de Van Der Graaf Generator, que también
me la morfé de chiquito. Y también estaban los modernos más del tecno,
con los primeros discos de Depeche Mode y cosas menos populares y más
raras. En ese momento sentía que el mundo era así, pero después me di
cuenta de que tenía que agradecer de haber atravesado esa historia”.
Carlitos
Carcacha tuvo su primera guitarra criolla a los 9 años (“fue como si me
hubieran dado un cohete de la NASA: no entendía nada, no podía sacarle
un sonido, nada. Una desilusión total”) y a los 12 convenció a sus
padres para que le regalaran una guitarra eléctrica, porque ya se sentía
“del palo del rock”. “En ese momento agarré la guitarra y la toqué como
la toco ahora. No evolucioné nada, me quedé siempre ahí. Sí quizá
evolucioné en el sonido, pero en la forma de tocar no. Porque yo aprendí
con un Daffunchio en Sumo. En esa época te hablaban de Adrian Belew, a
los Sumo les había roto la cabeza el Bowie de Scary Monster,
pero no sabían tocar un carajo y pelaron esa locura increíble y esa es
la gente que me gusta. Obviamente tipos como Cerati, que tocan todo, me
encantan, y él puso todo lo otro que esos guitarristas no tenían y nos
tapó la boca y nos dijo: ‘Miren, soy como Lindsey Buckingham, canto,
toco y hago todo perfecto’. Después nos fuimos dando cuenta de que
Gustavo al Lindsey Buckingham se lo había morfado. Y ahí tenés otro tipo
que nos enseñó, no había tipos enfocados en esa forma de tocar. Otro
zarpado, que hizo todo tocando muy poco, aunque en realidad él toca
mucho más de lo que muestra, es Julito Moura. Escuchaba los solos de
Julio Moura y eran tres notas… ¡pero qué buen gusto! Yo quería ir a
conservatorio, viste, pero en casa no teníamos un mango. Entonces yo
siempre tuve la disyuntiva entre aprender a tocar o no, porque también
gracias a los músicos que no estudiaron nada y así y todo se tiraron a
la pileta a crear algo nuevo, es que tenemos nuevos conceptos. Si no,
sería fácil, solo tenés que estudiar y después aplicás eso y ya serías
fantástico. Pero no es así”.
¿Cómo fue que te cruzaste con Pappo de tan chico?
Iba
al colegio con un amigo que ya en sexto y séptimo grado tocaba el bajo.
Una cosa rarísima. En primer año con él nos juntábamos a tocar en el
quincho de mi vieja. Venía con el Ami 8 de la madre, con un equipo que
pesaba una tonelada y el bajo. Era chiquitito y ni se lo veía por el
parabrisas. Mi vieja me decía: “¡Pero su mamá es una inconsciente!”. Su
papá era productor de la Sony en ese momento y había tenido algo que ver
con la edición del disco Pappo - Hoy no es hoy, y conocía a
Boff, a “Locomotora” Espósito y a un montón más. Pappo iba seguido a su
casa y mi amigo me pasaba a buscar: “Vení que está el Carpo”. Y nosotros
íbamos, por más que sabíamos que no éramos bien recibidos, porque
éramos la peor calaña del barrio, con las muñequeras de Riff y todo.
Éramos refanas. Yo no lo podía creer y cuando entraba a su casa ni podía
hablar. Lo miraba y trataba de no mirarlo al mismo tiempo. Era hermoso
verle la mano izquierda, era Maya Plisetskaya haciendo El lago de los cisnes. No vi nunca algo así, te lo juro.
¿Y de grande, ya como músico, cuándo volviste a verlo?
No,
después de esa época pasó mucho tiempo hasta que lo volví a ver. En
1996, esa tía de mi amigo Fede, que tenía un affaire con Pappo, me hizo
la gamba para llevarle al Carpo A un millón de años blues. Ella
estaba haciendo prensa en ese momento y Pappo estaba con los Widowmaker
y al final, por más que yo insistía en que no se lo llevara, se lo
llevó. Mucho después, me lo cruzo en Cosquín. Estábamos comiendo con los
Baba y sucede una cosa extraordinaria. Pappo viene a la mesa y me dice:
“Meneca me pasó el disco. Me gusta, me gusta mucho”. Insistió, viste:
“Está bueno, está bueno”. Nada más, no te voy a mentir. Pero para mí ya
estaba. Inmediatamente como que abre la cancha y mira para toda la mesa
larga. “¿Y estos quiénes son?”, dice a todo volumen. “Son los Baba,
buena banda”, le digo. “Ah, estos son los que se visten de putos. Ja,
ja, ja, ja, ja”, lanzó su carcajada y se rompió todo, porque todos se
rieron. No era ni un insulto, era algo gracioso.
Por momentos Pappo era como un nene…
Total,
siempre vi en él un niño perversamente travieso y yo en un punto medio
que soy igual. No quiero hacer de ese niño un personaje protagónico,
pero habita en mí, obvio. El niño tiene que vivir, si el niño no vive
dentro de uno es una amargura. Aparte también que uno conserve la
desfachatez de ser músico, de subirse a un escenario y de no tenerle
miedo al ridículo, tiene mucho de infantil. Y bueno, creo que tanto
Babasónicos como yo somos dos entidades que podemos decir, con la frente
bien alta, que no le tuvimos miedo al ridículo nunca. No cualquiera. En
eso hemos tenido una coherencia y una insistencia grosas. Hemos tenido
los looks más extravagantes. No sé quién nos puede llegar a competir… el
Soda de Nada personal, Fricción, no sé, no hay muchos que se hayan ridiculizado tanto. Pero nosotros queríamos ser ridículos de verdad.
Editado en 1996, A un millón de años blues es el segundo álbum
de la discografía solista de Carca y en su momento no solo tuvo la
bendición de Pappo, sino que también llamó la atención de un tal Luis
Alberto Spinetta. “Yo siempre supe que el Flaco fue un divino conmigo, a
un nivel que me da vergüenza, ¿viste? El Flaco me decía algo rarísimo:
‘Vos siempre acordate de que la familia Spinetta es tu familia y que si
necesitás algo, la familia Spinetta va a estar, porque la familia
Spinetta te ama’. Me lo repetía cada vez que nos encontrábamos y me
miraba a los ojos y yo le decía: ‘Sí, tranquilo, ya lo sé’. A través de
él me he vuelto a enamorar de esa cuestión de la familia, un legado
preciado que él dejó. Yo me hice cargo de ese amor y por eso con el
Dante tenemos una relación increíble y, por más que musicalmente quizá
no tenemos mucho en común, siempre que nos juntamos el viejo aparece por
ahí y cambia todo. Yo me potencio y él también. Tiempo después, Anita
Álvarez de Toledo, que frecuentaba la casa de los Spinetta, me contó que
un día el Flaco los paró a todos en el living y dijo: ‘Tienen que
escuchar esto’. Y les puso A un millón de años blues. Solo el Flaco puede hacerte algo así”.
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