Hasta el día de
hoy, no sé si aquella primera noche fue una cita. Millie y yo, después
de todo, nos conocimos a través de Tinder. Aunque yo especifiqué que
solo buscaba amigos, mi presencia en una aplicación para ligar quizás
implicaba que estaba abierta a algo más.
Para
complicar aún más las cosas, ninguna de las dos se identificaba como
heterosexual, y las dos estábamos todavía descubriendo lo que podríamos
ser en vez de eso. De cualquier manera, lo que necesitaba en el
extranjero no era un encuentro casual (de cualquier género) ni una
relación seria. Solo necesitaba un boleto para salir de mi aislamiento.
Luego
nos reunimos bajo Marte: Millie me envió un mensaje de texto en el que
decía que el planeta rojo se estaba “acercando”, lo que significaba que
podríamos ver sus cráteres brillantes desde las orillas del Támesis.
“Soy consciente de que sueno como una loca por todo esto de los
planetas, pero esto no volverá a ocurrir sino hasta 2033”, me dijo en el
mensaje que envió.
La noche estaba
nublada, pero de todos modos montamos el campamento con una manta y una
botella de cabernet sauvignon. Los cisnes se deslizaban por el río
cristalino al ritmo de “Clair de Lune” de Kamasi Washington, que Millie
puso en su bocina portátil.
“Me
encanta esta canción”, le dije. Embriagada por la luz de las estrellas y
el vino, llegué a casa alrededor de la medianoche y abrí mi computadora
en Spotify, donde se había materializado una nueva lista de
reproducción en el perfil de Millie. Se llamaba “Llegó la temporada de
Marte”, y “Clair de Lune” estaba en la lista de canciones.
“Llegó
la temporada de Marte” fue la primera de muchas listas de reproducción
que Millie creó sobre nuestra relación, listas que no estaba segura si
ella quería que yo viera. Todas eran públicas, pero sus significados
eran crípticos, descifrables solo para Millie, y quizá para mí. Una
lista de reproducción titulada “ilagcl”, por ejemplo, contenía algunas
canciones que yo le había recomendado, y yo estaba convencida de que el
título era un acrónimo que hacía referencia a mi nombre.
“¿Estoy loca o esas letras podrían significar ‘me gusta una chica llamada Lily’?”, les pregunté por mensaje a mis amigos.
No
estaba loca; unas semanas más tarde, apareció una nueva lista de
reproducción suya titulada “¿Interpreté mal esto? Espero que no”,
acompañada de una imagen de lirios blancos (que en inglés suenan como mi
nombre).
En las semanas transcurridas
desde que nos sentamos bajo Marte, Millie y yo solo nos habíamos visto
unas cuantas veces. Pero en una de esas ocasiones, borrachas de vino en
su dormitorio iluminado con lámparas, nos habíamos besado. De repente,
Millie y yo habíamos dejado de ser una amistad circunstancial para
convertirnos en un enredo romántico en ciernes. Nuestro romance tenía
una banda sonora de lujo, aunque yo no había participado en su
composición.
No era extraño que Millie
hubiera creado listas de reproducción en torno a momentos o estados de
ánimo específicos de su vida. Pero sí era extraño que yo tuviera una
visión involuntaria de sus sentimientos antes de que ella me los
comunicara directamente. Debería haber dicho algo, pero ¿qué? ¿Tendría
que admitir los indicios que había visto? Me pareció más fácil dejar que
las cosas se dieran.
Millie y yo nos
acostamos por primera vez la noche antes de que abordara un avión de
vuelta a casa. Como Inglaterra volvía a estar confinada, había decidido
prolongar mis vacaciones de invierno indefinidamente y cursar la
siguiente etapa de cursos de Oxford desde Estados Unidos hasta que se
relajaran las restricciones, aunque eso significara dejar a Millie y a
mis compañeros de clase.
La mañana de
mi partida, con los ojos lagañosos y cargadas de equipaje, nos metimos
en el metro y viajamos en silencio hasta Heathrow. No estaba segura de
cuándo volvería a verla, y nos despedimos en el aeropuerto con más
resignación que pasión.
Días después,
separada de Millie por un océano, vi una nueva lista de reproducción en
su perfil de Spotify: “La línea de Piccadilly en realidad es bastante
larga”. Pulsé el botón de reproducir, y en la música vi a Millie, sola
en un asiento del metro, volviendo a la realidad mientras Londres
bostezaba al despertar.
Unas semanas
después de llegar a casa, Millie me pidió que fuera su novia. La
propuesta llegó a través de un mensaje de texto que escribió borracha,
45 minutos antes de la medianoche que marcaría el Año Nuevo en
Inglaterra.
“¡Sería bueno tener esta conversación por teléfono más tarde y más sobria!”, le contesté.
Al
día siguiente, le expliqué por teléfono que, aunque la quería mucho, no
estaba interesada en una relación internacional a distancia, sobre todo
durante la pandemia.
Me dijo que lo
entendía. Sin embargo, a la mañana siguiente, apareció una nueva lista
de reproducción: “Si me necesitan, estaré muriendo de tristeza”.
La
mayoría de las canciones que contenía se habían añadido en los días
posteriores a esa llamada telefónica. Pero hace unos meses, Millie
añadió un par más. No habría visto las nuevas canciones si no las
hubiera buscado. Pero no pude evitarlo: después de que Millie y yo
dejamos de hablarnos con regularidad, me encontré merodeando por su
perfil de Spotify, buscando pistas sobre cómo le iba.
Cinco
meses después de dejarme en Heathrow, Millie estaba allí de nuevo para
recogerme. Había decidido volver a Oxford durante unas semanas al final
de mi programa para que pudiéramos terminar mi año allí juntas.
Aunque
habíamos charlado animadamente por teléfono sobre mi regreso, una vez
que nos reunimos en persona, nuestro pasado nos enfrentó como un
elefante enorme en una habitación muy pequeña. En los meses que habíamos
estado separadas, nos habíamos cortado el pelo, habíamos visto a otras
personas y apenas habíamos procesado nuestros sentimientos.
El
día que volví a irme de Inglaterra, esta vez para siempre, Millie subió
una lista de reproducción de 91 canciones. Su portada era una capilla
bañada por la luz del atardecer. ¿Su título? “Déjala ir”.
A juzgar por los títulos de sus listas de
reproducción, a Millie le va bien hoy en día: sale a correr, organiza
cenas, baila despacio. Pero cuando esas nuevas canciones aparecieron en
“Si me necesitan, estaré muriendo de tristeza”, me pregunté si estaba
pensando en mí, o si alguien nuevo la había decepcionado.
No
es asunto mío, como tampoco lo es buscar señales ocultas en los títulos
de las canciones y los nombres de las listas de reproducción. Sin
embargo, es un placer para mí ver una lista de reproducción como “Todo
lo que traigo puesto son mis pantalones con estampado de leopardo” y
saber que mi amiga del otro lado del océano seguirá bailando al ritmo de
Tracy Chapman en ropa interior hasta que empiece a sentirse bien de
nuevo.
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